Un paseo a la playa del Pastaza
Paseo a la Playa
Los soles de verano eran un incentivo para salir de paseo por aquel Baños de romances eternos, de paz y de murmullos de silencio, de horas de campanas, de tardes de sosiego, de crepúsculos santos, de alborozadas vísperas, de cánticos del Angelus, de jardines fulgentes, de azahares y de nardos. Recorrer el "camino viejo," pasar
por Pishango, por los Huecos de Sigsihuayco, por la Fundición, por detrás del castillo de Santa Ana hasta llegar a Ulba era muy atractivo, porque era recordar los séquitos de
viajeros al Oriente.
Caminar por el Llano de los Vientos, palpando la piedra con la huella de un asno, deslizarnos en pencas de cabuya desde lo alto de la ladera, adentrarnos por un sendero
estrecho hacia Nahuazo admirando la cabellera blanca y maiestuosa del Tungurahua y mirando el resplandor del ala del avión caído en otros años, pasar el Batzcún hacia la otra orilla y bajar por el lado de El Salado, era un paseo maravilloso.
lr caminando por Pititig hacía San Martín, subimos a posar junto al Santo mirando hacia la sima del cañón nos espeluznaba el cuerpo, pero ahi estábamos, desallando al
vértigo y ai peligro, para bajar luego a lnés María y sentarnos en la punta de la piedra con las piernas hacia el vacío Este hecho nos hacia sentir conquistadores.
Pararnos en la mitad del puente de Sauce y comenzar a balancearnos, mirando a nuestros pies el torrente bravío, nos hacia sentir un mundo de contrastes entre el miedo y
la gloria.
Pero, el paseo a la playa del Pastaza era sorprendente. Bajábamos hacia el puente de San Francisco por aquel camino pedregoso que nos conducía primero a las cuevas. Por frente a estas pasábamos con un temor interno, porque se hablaba de que en las noches de sus entrañas salia la "loca viuda", que en más de una ocasión era la compañera de quienes se atrevían a pasar por ese lugar.
Antes de llegar al árbol de higuerón, perennizado en los cuadros de la Iglesia por ser el sostén de Ia tarabita del milagro y por leyendas de duendes y duendecillos jugueteando en sus ramas, nos desviábamos por un caminito que nos llevaba a una alambrada de púas la cual pasábamos sin dificultad, hasta llegar un poco jadeantes a la playa. Alli sentíamos junto a nosotros la fuerza del río y de esos pequeños remolinos que se formaban al chocar el agua con las rocas y nos extasiábamos subiéndonos a pequeñas piedras para que el agua mojara nuestros pies.
Después de percibir en nuestro cuerpo la energía que emana la corriente y los efluvios dispersos en el aire, nos dedicábamos a coger guayabas, guayabillas y piñas enanas,
de un olor y sabor exquisitos, para avanzar luego hacia abajo, a "cazar" apancoras, con solo el ánimo de divertirnos.
Regresábamos siempre renovados, a seguir con nuestra vida de ilusiones
Autor: Rodrigo Herrera Cañar
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